La fiesta de la Presentación celebra una llegada y un encuentro; la llegada del anhelado Salvador, núcleo de la vida religiosa del pueblo, y la bienvenida concedida a él por dos representantes dignos de la raza elegida, Simeón y Ana. Por su provecta edad, estos dos personajes simbolizan los siglos de espera y de anhelo ferviente de los hombres y mujeres devotos de la antigua alianza. En realidad, ellos representan la esperanza y el anhelo de la raza humana.
Para María, la presentación y ofrenda de su hijo en el templo no era un simple gesto ritual. Indudablemente, ella no era consciente de todas las implicaciones ni de la significación profética de este acto. Ella no alcanza a ver todas las consecuencias de su fiat en la anunciación. Pero fue un acto de ofrecimiento verdadero y consciente. Significaba que ella ofrecía a su hijo para la obra de la redención con la que él estaba comprometido desde un principio.
En la bellísima introducción a la bendición de las candelas y a la procesión, el celebrante recuerda cómo Simeón y Ana, guiados por el Espíritu, vinieron al templo y reconocieron a Cristo como su Señor. Y concluye con la siguiente invitación: «Unidos por el Espíritu, vayamos ahora a la casa de Dios a dar la bienvenida a Cristo, el Señor. Le reconoceremos allí en la fracción del pan hasta que venga de nuevo en gloria».